2. LA PENA DE MUERTE

INTRODUCCIÓN

Un hombre actúa según su fe, y, si su fe es humanista, inevitablemente su estándar básico será el hombre, y no la ley de Dios. Verá al mundo, no como la obra de la mano de Dios sino como la suya propia. Un teólogo de la Escuela de la Muerte de Dios, William Hamilton, ha llamado la atención al hecho de que el hombre ahora rara vez mira al cielo estrellado con un sentido de reverencia a Dios. Más bien, cita su experiencia con su hijo como ilustración de una nueva actitud:
La otra noche estaba en el patio trasero con uno de mis hijos que tenía que identificar algunas constelaciones para su tarea para la clase de ciencias.
Mi hijo es un ciudadano pleno del mundo moderno, y me dijo, después de ubicar las constelaciones exigidas: «¿Cuáles son las que nosotros pusimos ahí, papá?». Se había convertido en un hombre tecnológico, y esto quiere decir algo religiosamente.
La reacción del muchacho fue bien lógica. Si el Dios de las Escrituras no existe, el hombre es su propio dios y señor y hacedor del mundo.
Además, si el hombre es su propio dios, el hombre y la vida del hombre son el valor más alto. El más grande pecado entonces llega a ser quitar la vida. En concordancia, Arthur Miller, el dramaturgo, declara que «la vida es el don más precioso de Dios; ningún principio, por glorioso que sea, puede justificar quitarla». Se sigue de una fe así que la peor clase de pecado es la pena capital, el que el estado quite deliberadamente la vida. Esto fue precisamente el punto hecho por un editorial del Herald Tribune de Nueva York, del 3 mayo 1960: «A Barbarous Form of Punishment» [«Una forma bárbara de castigo»], protestando por la ejecución de Carryl Chessman: Chessman logró convertirse en símbolo mundial de la lucha contra la pena de muerte.
Puede haber sido culpable, o tal vez no, hace doce años, de robo y ataque sexual (llamado secuestro por un capricho extraño de la ley de California).
Las cortes lo hallaron culpable; y hasta el fin él mantuvo su inocencia, y el germen de la duda así dejado continuará enturbiando el caso. Pero el hombre que el estado soberano de California mató ayer no fue el mismo hombre a quien las cortes del estado originalmente sentenciaron.
California sentenció a un delincuente joven; mató a un hombre que aprendió la ley, y probablemente la ciudadanía, por la vía dura.
La ley debe inculcar respeto por la vida respetando ella misma la santidad de la vida. El estado no debe, como California lo hizo ayer, ponerse en la posición del padre errante que le dice a su hijo descarriado: «Haz lo que yo digo, no lo que yo hago».
La muerte es definitiva. No deja espacio para una segunda consideración, ni para corrección de errores que son una certeza matemática en un sistema de justicia basado en el falible juicio humano. Y la prototípica premeditación de la matanza judicial la hace más fríamente cruel que un delito de pasión.
El mismo concepto de la cámara de la muerte es incompatible con los ideales de la civilización occidental.
Según esa manera de creer, las personas más crueles de todas son las que favorecen la pena de muerte. Por su ofensa contra el hombre, cometen el pecado imperdonable según la ideología humanista. A fin de darle al hombre la preeminencia, el humanista lógicamente debe destruir todo concepto de justicia como estándar real y objetivo. El hombre debe estar por encima de la ley y por consiguiente por encima de la justicia. La justicia entonces se reduce a la racionalización y al odio organizado.
Por eso, un sociólogo de la Universidad de Leicester ha escrito de la justicia: Pero, ¿no pudiera todo esto ser más bien una especie de artilugio de la confianza histórica? Ya se ha sugerido que nuestra idea de justicia puede ser una racionalización de lo que es en el fondo conducta punitiva.
Esto no sería argumentar que el concepto de la justicia sea una farsa, sino más bien, que en lugar de tomarla por lo que es, pudiéramos tratar de entender qué necesidad pretende satisfacer. Pudiera parecer entonces una especie de defensa psicológica colectiva. Como prueba de la validez de nuestros ideales, a menudo nos inclinamos a referirnos a un sentido de convicción que nosotros y otros poseen al respecto.
La mayoría de nosotros tenemos convicciones fuertes en cuanto a la corrección del ideal de justicia. Pero todo ese sentido de convicción lo que hace es demostrar su pertinencia: que en el estado presente de nuestra economía emocional, tal creencia tiene para nosotros una parte muy especial y muy necesaria que jugar. Pero la justicia vista bajo esta luz no es solo el solvente de la inquietud en nosotros, sino también una salida positiva por la cual estas tensiones se pueden descargar (según nos parece) de una manera constructiva.
A través de la idea de justicia las cosas malas en nosotros se transforman en algo nuevo y digno. Todo esto, siempre que no miremos demasiado de cerca el resultado. Porque para poner de cabeza la frase famosa y así tal vez darle más validez, la justicia puede a menudo «parecer más manifiestamente que se hace» de lo que se hace en realidad.
El juez de la Corte Suprema William O. Douglas ha destacado el hecho obvio de que la ley en un tiempo tenía una sanción divina y se apoyaba en la «voluntad de Dios». Ahora, sin embargo, la soberanía de Dios ha sido reemplazada por «la soberanía del individuo». En términos de esto, para Douglas la lucha por las libertades civiles es por necesidad hostil al antiguo orden.
En verdad, «la ley y el orden son la estrella polar de los totalitarios, no de los hombres libres». Para Douglas, «la rebelión es, por consiguiente, básica en los derechos del hombre», y es natural que así sea, puesto que el hombre está por encima de la ley, y la sumisión a la ley es tiranía. En una «sociedad decente» hay un respeto y esfuerzo por preservar «la soberanía y el honor» tanto como «la dignidad de todo individuo».
En el mundo anarquista de Douglas, ¿qué ley puede obligar al hombre, si este está por encima de la ley? Y, ¿qué estado puede sobrevivir si los hombres libres son los que son hostiles a la ley y el orden?
Sin duda, hay en proceso una guerra religiosa entre la ideología humanista y el cristianismo, y en esa guerra, la iglesia, el estado y la escuela están casi por completo del lado de la ideología humanista y en contra del cristianismo. Pero la historia nunca la han determinado las mayorías sino siempre y solo Dios.
La lucha es entre la justicia absoluta de Dios y su orden-ley y la autopromoción y autonomía inicua del hombre. El orden-ley de Dios demanda la pena de muerte para las ofensas capitales contra ese ámbito. La ley del hombre aduce valorar la vida demasiado alto para quitarla, pero las sociedades humanistas imponen la muerte a quienes consideran sus enemigos.
La pena de muerte aparece desde el comienzo del pacto de Dios con Noé: «Ciertamente demandaré la sangre de vuestras vidas; de mano de todo animal la demandaré, y de mano del hombre; de mano del varón su hermano demandaré la vida del hombre. El que derramare sangre de hombre, por el hombre su sangre será derramada; porque a imagen de Dios es hecho el hombre» (Gn 9: 5, 6). No solo todo homicida sino también todo animal que mata a un hombre debe pagar con su vida: Dios requiere esto de una nación, y al final castiga si no se acata.
Como Rand notó: «Contrario a la creencia popular la Biblia no considera barata la vida. Es asunto serio quitar la vida, y al quitar la vida el homicida renuncia a su vida». Por esto, no puede haber rescate ni perdón para el asesinato (hay que distinguirlo del homicidio accidental) ni cobrarse rescate, porque hacerlo es contaminar la tierra en donde Dios mora en medio de su pueblo (Nm 35: 29-34).
En términos de ley bíblica, los modos de castigo exigidos, según Rand los resume, eran como sigue:
1) La pena de muerte por ofensas capitales.
2) De uno a cuarenta azotes por ofensas menores.
3) En casos de robo y destrucción de la propiedad de otro hombre, restitución; a lo cual había que añadir entre el ciento por ciento y el cuatrocientos por ciento como castigo.
4) Los que no podían hacer restitución financiera, ni pagar la multa, estaban obligados a contribuir con su trabajo y esfuerzo hasta que la deuda quedara pagada.
5) Confinamiento en una ciudad de refugio por un homicidio accidental.
El reemplazo de este sistema por encarcelamiento es relativamente reciente; «ya en 1771, un criminólogo francés escribió que el encarcelamiento era permisible solo en el caso de los que esperaban juicio». Pero, «hoy la prisión es todo lo que hay; la pena de muerte es anticuada (solo un hombre fue ejecutado por crímenes en los Estados Unidos de América después de proceso legal en 1966)».
El sistema de prisiones, artilugio humanista, ahora está bajo ataque de parte de los que siguen la ideología humanista, que quieren reemplazarlo con la institución mental y la reeducación psiquiátrica. Sin embargo, puesto que la teoría sostiene que es una sociedad enferma la que procrea hombres enfermos o delincuentes, el lo mejor es el reacondicionamiento psicológico (o lavado de cerebro) de todas las personas mediante escuelas, púlpitos, prensa y televisión. El medioambientalismo humanista requiere tal enfoque. El marxismo, como una forma más rigurosa de medioambientalismo, está dedicado a rehacer de manera total el medio ambiente social.
Este medioambientalismo humanista es una forma de la misma fe evolucionista básica formulada por Lamarck. El hombre puede ser y de hecho está determinado por su medio ambiente o por las características adquiridas antes que por su propio ser interior. No es el pecado del hombre sino el mundo que lo rodea lo que determina la voluntad del hombre. Por eso, el marxista Lincoln Steffens, al referirse a la caída del hombre, no culpa a Adán, ni a Eva, ni a la serpiente; «fue y es la manzana», o sea, el medio ambiente, el mundo en que el hombre vive.
Desde tal perspectiva, es un error culpar al hombre. Es el mundo lo que el hombre debe rehacer para que le sirva al hombre. Castigar al hombre, pues, no es correcto; es a Dios, quien hizo al mundo, y a los hombres que bajo Dios establecieron el orden-ley de Dios, a quienes se debe castigar. Por lo tanto, entre la ley bíblica y la ley humanista hay una brecha insalvable y una guerra incesante.
El principio involucrado en la ley bíblica del castigo se indica en Éxodo 21: 23-25: «Mas si hubiere muerte, entonces pagarás vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, golpe por golpe». Algunos escogen interpretar esto literalmente, pero el mismo contexto (Éx 21: 1-36), una delineación de ofensas y castigos, deja en claro que quiere decir que el castigo debe ajustarse al delito; debe ser proporcional al desafuero, ni menor ni mayor. Este principio se vuelve a indicar en Levítico 24: 17-21 y Deuteronomio 19:21. El comentario de Oehler es de interés:
El principio mosaico de castigo es la ley del talión, como se expresa repetidas veces en la sentencia: «vida por vida, ojo por ojo, diente por diente», etc. Éx 21: 23-25; Lv 24: 18; Dt 19: 21; se le debe hacer al ofensor como él ha hecho; en otras palabras, el castigo es una retribución que corresponde en cantidad y calidad a la obra perversa. Pero que el talio no se debe entender en un sentido meramente externo no solo se muestra por las varias provisiones de castigo, sino por el hecho de que no solo la obra misma, sino la culpa que ya se halla a la raíz de la obra, a menudo se toma en cuenta para determinar el castigo.
El castigo de muerte se asigna al parecer a un elevado número de transgresiones. Se prescribe no solo para el delito de asesinato, maltrato de los padres, secuestro (Éx 21: 12.), adulterio, incesto y otros delitos contra naturaleza, idolatría y la práctica de adivinación y hechicería paganas (Lv 20, Dt 13:6ss.), sino por violar ciertas ordenanzas fundamentales de la teocracia la ley de la circuncisión, Gn 17: 14; la ley de la Pascua, Éx 12: 15, 19; la ley del sabbat, 31:14s; la contaminación de sacrificios, Lv 7:20; el ofrecer sacrificios en otros lugares aparte del santuario, 17:8.; ciertas leyes de purificación, 22: 2, Nm 19: 13, 20.
Sin embargo la expresión peculiar, «será cortado del pueblo» se escoge para el castigo de transgresiones de la clase última a distinción de la anterior; expresión que, en verdad, no se puede referir sencillamente al destierro (como algunos lo han interpretado), sino más, en algunos casos, parece apuntar a un castigo que será ejecutado no por castigo humano, sino por el poder divino, como se dice en Lv 17:10 con referencia a la persona que come carne: «la cortaré de entre su pueblo».

CUANDO EL CASTIGO DEBÍAN EJECUTARLO LOS HUMANOS, SE USÓ EL TÉRMINO.

«se matará», como en la violación de la ley del sabbat, Éx 31:14, y en los pasajes de la clase anterior, Éx 21:12ss., Lv 20, etc. En general, en todos los casos en los que el pueblo no aplicaba el castigo al transgresor, Jehová mismo se reservaba el aplicarlo; ver, como pasaje principal, Lv 20:4-6.
Hay, pues, dos clases de pena capital.
Primero, Dios directamente manda juicio y muerte sobre hombres y naciones por ciertas ofensas. Esto lo hace en su tiempo y voluntad y nadie puede decirle que no.
Segundo, Dios le delega al hombre el deber de aplicar la muerte por ciertas ofensas y eso sin ninguna demora indebida y sin vacilación.
Al examinar la obligación del hombre de aplicar la pena de muerte, vemos,
Primero, que, por lo general, no se podía pagar rescate ni multa por el asesinato para dejar en libertad al culpable. Como Números 35:31 declaró: «Y no tomaréis precio por la vida del homicida, porque está condenado a muerte; indefectiblemente morirá ». La única excepción a esto es en el caso en el que un buey, con un historial de ser acorneador, mata a un hombre; el dueño entonces «también morirá», a menos que «si le fuere impuesto precio de rescate, entonces dará por el rescate de su persona cuanto le fuere impuesto» (Éx 21: 29, 30).
En tales casos, debido a que el buey es el principal asesino, hay una posibilidad de escape para el dueño.
Segundo, como parece en el caso del buey acorneador, la ley bíblica establece que los animales tanto como los hombres son culpables de asesinato. Esto aparece con claridad en Génesis 9:5 como también en la ley. Si un hombre tiene un animal, y el animal mata a un hombre, el animal muere. El dueño no es culpable si el animal no tiene historial previo de violencia sin provocación (Éx 21: 28).
Pero si el animal tenía un historial de violencia en el pasado, el dueño es culpable de asesinato bajo pena capital. Para el hombre libre, el rescate era posible; para los esclavos, la ley especifica el rescate, treinta siclos de plata, para impedir que al esclavo se le exija un rescate indebido como alternativa a la muerte (Éx 21: 29-32).
El daño de un buey al buey de otro hombre también tiene castigo ante la ley. Si el animal delincuente no tenía historial previo, hay que venderlo, y el precio se divide entre los dos dueños, y el buey muerto también hay que venderlo y se divide el precio de venta. Pero si el buey que atacó tenía un historial de mala conducta, se vendía y el precio se da enteramente al dueño del buey muerto, que retiene lo que se reciba por venta del buey muerto (Éx 21:35, 36). Este principio de responsabilidad animal, y la responsabilidad de sus dueños, es todavía una parte de nuestra ley. Si al buey lo mataban a pedradas, no se podía comer su carne, puesto que no se había drenado su sangre (Éx 21: 28).
Una aplicación moderna extraña o aplicación errada de esta ley aparece en un comentario modernista: «Los animales que matan a los hombres hoy no son bueyes sino diminutos organismos, gérmenes de enfermedad.
Si los que poseen estos son imprudentes para esparcirlos, a ellos también hay que hacerlos morir, o imponerles un rescate muy alto».
Tercero, hemos visto que el principio es vida por vida, o sea, un castigo proporcional al delito. Este delito no tiene referencia al delincuente ni a su mentalidad sino solo a la naturaleza del acto. Si la muerte es la pena para los animales según el principio de vida por vida, lo es también para los hombres. Así, según este principio, la ley bíblica no da lugar a una declaración de inocencia por razón de locura. Tampoco hay un estatus privilegiado ante la ley para el menor de edad.
El asesinato requiere la pena de muerte sea que el ofensor sea un animal, un «loco», un niño, un anormal. La declaración moderna de inocencia por razón de locura surgió en 1843 en el juicio de Daniel M’Naughton por el asesinato de Edward Drummond, secretario de Sir Robert Peel. Como resultado del juicio de M’Naughton se formularon las Reglas M’Naughton.
(a) Se presumía a todo hombre cuerdo hasta que se demostrara lo contrario, pero:
(b) Un hombre que estaba loco o actuando bajo un defecto de la mente al cometer el acto, por lo que no se daba cuenta de la naturaleza del acto o su maldad, no era culpable por razón de locura.
Se recluyó a M’Naughton en un asilo en lugar de ejecutarlo. Las Reglas M’Naughton condujeron a la decisión en 1954 por parte de David T. Bazelon de la Corte de Apelaciones del Distrito de Columbia que a nadie se le podría considerar «criminalmente culpable si el acto contrario a la ley se debía a enfermedad mental o defecto mental».
Este fue el caso Durham, donde se juzgó a Monty Durham, un ladrón de casas que giraba cheques falsos y que había entrando y saliendo de cárceles y hospitales mentales por siete de sus veinticuatro años.
Tales alegatos como los de las Reglas de M’Naughton y Durham permiten a las cortes hacer a un lado el principio de la vida por la vida, el principio de la justicia y la justicia misma, por consideración humanista por la vida del delincuente.
Supuestamente, las cárceles son «punitivas» e inmisericordes comparadas con el tratamiento mental. Pero, como Mayer ha notado:
El vistazo más ligero a nuestras instituciones penales revela que algunas prisiones, en Wisconsin, en California, y en el sistema federal, son en efecto mucho menos punitivas que un hospital estatal mental ordinario. Y no es probable que un hombre quede muy bien parado en el mercado laboral si su historial muestra una reclusión civil en una institución para delincuentes locos que una convicción por un delito.
El sistema de prisiones es un artificio humanista, una manera ostensiblemente más humana de tratamiento que lo que exigía a la antigua ley bíblica. Ahora el enfoque en la salud mental se piensa que es incluso más humano, cuando en la realidad, como Salomón lo notó hace mucho, aquí como en todo lo demás, «el corazón de los impíos es cruel» (Pr 12: 10).
Pero siquiatras como Menninger nos dicen que se puede hacer saludable a la sociedad reemplazando «la actitud punitiva con una actitud terapéutica». Exigir que se castigue a los delincuentes es revelar nuestra propia enfermedad mental.
Menninger llama a eso «el delito del castigo». Para él, los buenos de la sociedad son delincuentes cuando exigen castigo. Sostiene que el delito de la sociedad contra el delincuente es mayor que el del delincuente contra la sociedad: «Sospecho que todos los crímenes cometidos por todos los delincuentes encarcelados no se igualan al daño social total de los crímenes cometidos contra ellos». Del delincuente, Menninger dice:
Necesitamos delincuentes con los cuales identificarnos, para envidiarlos en secreto, y para castigarlos con vigor. Ellos hacen por nosotros las cosas prohibidas, ilegales, que nosotros quisiéramos hacer y, como los chivos expiatorios de antaño, llevan las cargas de nuestra culpa y castigo desplazados. «Las iniquidades de todos nosotros».
Como seguidor de la ideología humanista, Menninger considera la vida del hombre como el mayor bien y cualquier daño a la vida como el mayor mal: «El mayor pecado que nos tienta a todos es hacerles daño a otros, y hay que evitar este pecado a fin de vivir y dejar vivir».

OPINIONES SIMILARES SE HALLAN EN LA PROFESIÓN LEGAL Y DE HECHO LA DOMINAN.

Esto fue evidente en la convención de 1968 del Colegio de Abogados Norteamericanos.
Esta clase de pensamiento que apela a muchos estaba definitivamente hacia la izquierda, y era en todo humanista. De este modo,
Un abogado negro, William Coleman de Filadelfia, argumentó que a la sociedad se la debe preparar para sancionar cierta cantidad de intranquilidad e inconveniencia como precio del progreso. Contendió que a los que participan en la desobediencia civil se les debe pagar por su esfuerzo por luchar contra leyes injustas.
Cuando una causa es digna, convino Louis H. Pollak, decano de la Facultad de Leyes de Yale, los fiscales deben rehusarse a presentar cargos contra los que participan en desobediencia civil. No estableció pautas específicas para determinar si una causa es digna.
Por supuesto, los alborotadores ya estaban recibiendo ingentes subsidios en su desobediencia civil y motines, como lo han demostrado numerosos estudios e informes, y donativos federales se repartían generosamente. Hubo una voz en disensión en la convención del Colegio de Abogados, un invitado, el juez Widgery de la Corte de Apelaciones de Inglaterra:
Después de escuchar las conferencias sobre delito y desorden civil por cinco días, el jurista británico dijo que «le impactó de manera muy contundente el no haber oído ni una sola palabra de elogio o crítica de la policía, las tropas de choque en la lucha contra el delito». ¿Cómo esperan los abogados y jueces mantener la paz, dijo, «a menos que tengan una fuerza policial eficiente»?
El juez británico también cuestionó la afirmación expresada momentos antes por el Procurador General Clark de que «la pobreza es la madre del delito».
El juez Widgery parcamente aconsejó a su público que no le dieran demasiada importancia a esta teoría. «Quien piensa que el alivio de la pobreza resultará en una reducción del delito se dispone a cierto tipo de desilusión», dijo.
La mayor parte de los tugurios de Inglaterra, dijo, quedaron en ruinas por los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial, así que las viviendas pobres no son excusa para el delito. Y Bretaña había tenido «muy buen éxito, con su política fiscal a lo Robin Hood de quitarle al rico para darles a los pobres, y uno pensaría que habría un descenso en las cifras del delito. Pero nada de eso ha sucedido. Ha habido un aumento en todo departamento», entre los pobres, la clase media y los acomodados.
El delito y el desorden civil continúan aumentando, sugiere, debido a que las sociedades por todo el mundo occidental han «perdido la disciplina», la aceptación de parte de sus miembros de un código de disciplina.
En 1968 el Procurador General de los Estados Unidos, Ramsey Clark, citando al socialista fabiano George Bernard Shaw, que «el asesinato y la pena capital no son opuestos que se cancelan entre sí sino similares que promueven su clase», instó al Congreso a abolir la pena capital para crímenes federales. Según el testimonio de Clark ante el subcomité del Senado.
En medio de la ansiedad y el temor, la complejidad y la duda, tal vez nuestra mayor necesidad es la reverencia por la vida, la vida misma: nuestra vida, la vida de otros, toda vida.
Una preocupación humana y generosa por todo individuo, por su seguridad, su salud y su satisfacción hará más para calmar el corazón salvaje que el temor a la muerte infringida por el estado, que principalmente sirve para recordarnos cuán cerca seguimos de la selva.
Las cortes de hoy, moviéndose en términos de ley humanista, ya son hostiles a la ley y el orden. Como Gardner ha destacado, «los derechos del individuo se protegen, siempre y cuando el individuo haya cometido un delito». La inquietud por el delincuente ha llegado al punto en que los capellanes de prisiones en Alemania han organizado un sindicato de trabajo para los presos, y Alemania Occidental le ha dado al sindicato personería jurídica.
Para volver a la alegación de locura, algunas ciudades ya tienen una corte psiquiátrica, como lo atestigua Los Ángeles, a la cual se refiere muchos casos. «La corte atiende todos los casos que tienen que ver con enfermedades mentales, incluyendo la reclusión de personas en hospitales mentales ordenada por la corte; casos de narcóticos civiles y criminales; y determinaciones de las cortes municipales sobre cuestiones de locura criminal».
El movimiento para abolir la pena de muerte sustituye «la moral con la medicina», y niega «la doctrina legal de la responsabilidad individual», uno de los elementos fundamentales de la ley santa. La puerta al salvajismo pagano se abre con este enfoque psiquiátrico. En lugar de la responsabilidad, culpa y castigo del individuo, se recalca la responsabilidad, culpa y castigo del grupo. Se culpa a la sociedad en general y la familia, no al delincuente. Se acerca el tiempo cuando será peligroso ser inocente de un delito, porque la inocencia constituirá la mayor culpa.

ASÍ CREEN YA LOS REVOLUCIONARIOS DE LOS DERECHOS CIVILES.

La defensa en juicio ya indica el rumbo de la ley. A un violador convicto que presentó una declaración tardía de inocencia por razón de locura lo han defendido en la corte sobre dos bases:
(a) tiene una constitución de cromosomas anormal, y:
(b) se sentía rechazado por las mujeres. De hecho, Menninger ha declarado:
«El temor inconsciente a las mujeres aguijonea a algunos hombres con un instinto compulsivo a conquistar, humillar, hacer daño o dominar a algún ejemplar de feminidad disponible». El violador no es culpable; sus temores, y tal vez también sus cromosomas, lo empujan a violar; Menninger ha dejado en claro su creencia en la culpabilidad del inocente. El delincuente no es culpable; la sociedad lo «empuja» al delito.
Así, como la esposa de John Connolly, de St, Paul, Minnesota, dijo de Sirhan Cishara Sirhan, cuando empezó su juicio por el asesinato del senador Robert F. Kennedy: «Pienso que Sirhan es una criatura que da lástima. Es difícil imaginarse que alguien pueda ser empujado a hacer algo como esto». Si a Sirhan y a otros delincuentes los han «empujados», alguien da el empujón y es por consiguiente culpable. Y si el medio ambiente predetermina al delincuente, los que siguen la ideología humanista, al afirmar esto, han sustituido la predestinación por Dios con el determinismo por el medio ambiente .
Cuarto, las Escrituras exigen la pena de muerte por una serie de ofensas. Son:
1. Asesinato, pero no por homicidio accidental (Éx 21:12-14).
2. Golpear o maldecir a un padre (Éx 21: 15; Lv 20: 9; Pr 20: 20; Mt 15: 4; Mr 7: 10). Hay que notar que Cristo condenó a los escribas y fariseos por soslayar esta ley,
3. Secuestro (Éx 21: 16; Dt 24: 7).
4. Adulterio (Lv 20: 10-21), que se considerará más adelante.
5. Incesto (Lv 20: 11-12, 14).
6. Bestialismo (Éx 22:19; Lv 20: 15-16).
7. Sodomía u homosexualidad (Lv 20: 13).
8. Falta de castidad (Dt 22: 20-21), que se considerará más adelante;
9. Violación de una virgen comprometida en matrimonio (Dt 22: 23-27).
10. Hechicería (Éx 22: 18).
11. Ofrecer sacrificio humano (Lv 20: 2).
12. Delincuencia incorregible y criminalidad habitual (Dt 21: 18-21).
13. Blasfemia (Lv 24: 11-14, 16, 23), que se consideró anteriormente.
14. Profanación del sabbat (Éx 35: 2; Nm 15: 32-36), que ya se consideró anteriormente; y ya sobreseída.
15. Propagación de doctrinas falsas (Dt 13: 1-10), también considerado anteriormente.
16. Sacrificar a dioses falsos (Éx 22: 20).
17. Negarse a cumplir la decisión de una corte y por consiguiente negar la ley (Dt 17: 8-13).
18. No devolver la prenda o garantía (Ez 18:12, 13), porque tal acción destruía la posibilidad de la confianza y asociación de la comunidad.
Los métodos de pena capital eran por la hoguera (Lv 20: 14; 21:9); apedreamiento (Lv 20: 2, 27; 24:14; Dt 21:21); horca (Dt 21: 22-23; Jos 8: 29); y la espada (Ex 32: 27-28). El uso de la espada era una circunstancia excepcional; y el requisito básico en cada caso era la pena de muerte en sí misma antes que la forma del castigo.
Todavía más, como Carey ha señalado:
La pena capital nunca se aplicaba por el testimonio de menos de dos testigos (Números 35: 30; Deuteronomio 17: 6; 19: 15). En casos específicos la pena capital la debían ejecutar los mismos testigos como en Deuteronomio 13: 6-10; 17: 7. En algunos casos la ejecutaba la congregación (Números 15: 32-36: Deuteronomio 13: 6-10), o el pariente más cercano, el vengador de la sangre (Deuteronomio 19: 11-12).
Para la mente humanista estas penas parecen severas e innecesarias. Lo cierto es que las penas, junto con la fe bíblica que las motiva, sirven para reducir el delito. Cuando Nueva Inglaterra dictó leyes requiriendo la pena de muerte para los delincuentes incorregibles y para los hijos que golpeaban a sus padres, no se necesitó ninguna ejecución; la ley mantenía a los hijos en cintura.
Algunas leyes consiguen el efecto deseado sin necesidad de proceso judicial. Como en un caso, de la década de 1920, que describe Llewellyn.
Los libros de la biblioteca pública de Nueva York seguían desapareciendo. Esto por lo general se achacaba a la delincuencia juvenil; robar era fácil para cualquiera, pero las recompensas para el ladrón eran tan ínfimas que hacían de los jóvenes los candidatos más probables. Se dictó un estatuto haciendo delito el que se ofreciera para la venta un libro que llevara el sello de la biblioteca. Los funcionarios de la biblioteca se cercioraron de que todo distribuidor de libros de segunda mano de la ciudad recibiera notificación de este estatuto. Pronto los robos se redujeron casi a cero. El mercado había dejado de ser lucrativo.

NUNCA HUBO UNA ACCIÓN JUDICIAL BAJO LA LEY. NO HUBO NECESIDAD.

Este no es siempre el caso, porque cuando el carácter religioso y moral de un pueblo se desintegra, los delincuentes empiezan a ser más numerosos que la policía y los que guardan la ley. La ley bíblica elimina a los delincuentes incorregibles y habituales; la fe bíblica da a las personas carácter santo y disposición de acatar la ley.
El derrumbamiento de los órdenes leyes humanistas se debe a la disposición radical de la gente inicua a la delincuencia. A pesar de la amplia compasión hacia los delincuentes, sigue siendo cierto que el 80% de los acusados se declaran culpables.
Algunos del restante 20 por ciento son culpables, pero el acusador retira los cargos (Mayer nota de estos que muchos son «como nuestro joven cuya muchacha decidió que lo quería aunque él casi la mata a golpes»). Para acelerar el embotellamiento legal, a muchas partes culpables se les permite que se declaren culpables de una acusación menor para evitar la demora y los gastos.
Otros estudios muestran que de cada cien personas que detiene la policía (en comparación con los acusados formalmente), a cincuenta se les declara convictos por declaración de culpabilidad; a cinco se les declara convictos después de un juicio; a treinta se le deja en libertad sin que haya acusación; a trece se le deja en libertad «por proceso administrativo después de la formulación de cargos pero antes del juicio», y a dos se les absuelve después de juicio.
Así que, si bien en cualquier sistema humano falible se cometen errores, estos no son muy comunes. La justicia tiene deficiencias, pero no hay otra alternativa. Es más, como Mayer notó de las cortes criminales de Nueva York, los abogados nunca usan sombrero, «porque si uno deja el sombrero en alguna parte en el edificio de la corte criminal, alguien se lo roba». Todavía más, «la abogacía criminalista es una de las ramas de la ley en donde los abogados cobran sus honorarios por adelantado».
La razón, por supuesto, es la radical falta de honradez de sus clientes. Pero más importante es la situación con respecto a los delincuentes juveniles:
Según los Informes Uniformes de Delito del FBI, el 48% de los arrestos por infracciones graves en 1964 fueron arrestos de niños menores de dieciocho años, y el 43,3% de todos a quienes la policía acusó formalmente de delitos serios fueron referidos a las cortes juveniles. El máximo llega a los quince años.
(Por lo general, dicho sea de paso, mientras más grande la ciudad, menor es la proporción de los menores de 18 años en el número total de arrestos). Se ha calculado que una novena parte de todos los niños de la naciónuna sexta parte de los muchachos tienen algún contacto con una corte juvenil (por lo general por una ofensa muy menor) entre los diez y los diecisiete años.
Las cifras después de 1964 empeoraron de manera notoria. Demasiados de los niños que no van a las cortes juveniles también reciben educación en iniquidad de parte de la educación y religión humanista. El resultado es la tarea imposible de los policías: «En Berkeley, un sábado por la noche puede haber unas dos mil fiestas de marihuana en marcha; ¿puede uno tener un informante o policía en cada una?».
La ley se desbarata cuando desaparece la fe que la respalda. La hostilidad a la pena de muerte es la hostilidad de la ideología humanista contra la ley de Dios. Pero el gobierno de Dios prevalece, y sus alternativas son claras: o bien los hombres y las naciones obedecen sus leyes, o Dios invoca la pena de muerte contra ellos.
Hemos citado arriba la alta proporción de culpabilidad en todos los acusados.
Esto no quiere decir que a veces no se condene a inocentes. El caso de Dudley Boyle parece haber sido un caso así. A Dudley Boyle, ingeniero de minas y joven enérgico, lo detuvieron durante la Depresión por robar el banco de Sparks. Lo defendió McCarran, más tarde senador de los Estados Unidos por Nevada, que estaba convencido de la inocencia de Boyle. El juicio reveló asombrosas irregularidades, como la hija de McCarran resume en algunos de sus aspectos:
Uno de los artificios más singulares usados por el fiscal fue que el estado llamó al banquillo de los testigos al hombre que podía probar la coartada de Dudley Boyle: que había salido de Reno temprano en la mañana del robo y viajado por automóvil a Goldfield. Summerfield pidió el nombre y dirección domiciliaria del hombre, y luego concluyó el interrogatorio del testigo.
De allí en adelante, McCarran, a quien el juez George Barret continuamente denegaba sus protestas, no pudo examinar al hombre, ni recabar de él la confirmación de la coartada de Boyle. Esto sería increíble si se tratara simplemente de un reportaje de noticias. La transcripción está disponible. Incluso en la apelación, el juez Edward A. Ducker, que había sucedido a McCarran en la Corte Suprema, dictó una decisión terriblemente superficial contra Boyle, que había sido sentenciado de seis a veinte años en la prisión estatal. Fue puesto en libertad después de seis años, y subsiguientemente, se suicidó.
Cuando había estado trabajando para la libertad condicional, Boyle le había escrito a McCarran: «Usted sabe y yo sé que soy inocente». Esto fue, desdichadamente en lo más profundo de la Depresión, cuando todos estaban desesperadamente distraídos. Hubo mucho que sugiere que cuando el dueño del banco de Sparks deseaba un culpable, lo podía obtener.
Este no es un caso aislado. Pero no es el caso común. El hecho sigue siendo cierto de que casi todos los acusados son culpables, y que en la mayoría de casos 38 Robert McLaughlin, «A Policeman’s Nightmare: Mountains of Marijuana» [«Pesadilla de un policía: Montañas de marihuana»], Los Angeles Herald-Examiner, (viernes, 6 diciembre 1968), p. A-11.
Se declaran culpables. Evitar que se haga respetar la ley, o desbaratar la ley, debido a tales casos de injusticia, es aumentar la injusticia. La imposición de la ley civil y criminal está en manos de hombres pecadores y falibles; no puede ser infalible. Para mejorar la calidad de la imposición de la ley, y producir una mayor obediencia, es necesario que tengamos más hombres consagrados.

No hay respuesta, sino solo más decadencia en cualquier debilitamiento de la ley. Usar los casos de injusticia para destruir la ley es en sí mismo un acto muy grande y mortal de injusticia.